Lic. Alejandro Gabriel Emiliano, alumno de la Maestría en Pastoral Urbana.
La fiesta de pentecostés, en el contexto de la naciente primera comunidad cristiana, refiere una ruptura con la vida cotidiana desde dos aspectos: (1) Desde la vida agrícola. La fiesta era la acción de gracias por las cosechas realizadas y, a partir de ese momento, el ciclo agrícola terminaba; (2) Desde la identidad del pueblo elegido. La fiesta, también llamada de las semanas, hacía referencia a la entrega de la Ley a Moisés por parte de Dios en el Sinaí, entrega que daba identidad a un pueblo que pasó de ser “hebreos sin tierra ni heredad” a “las tribus de Israel, dueños de la Tierra Prometida”. Ambas rupturas capacitan, tanto al individuo como al grupo y la sociedad, para un modo de vida radicalmente distinto. La identidad nueva dada por Dios separa al ser humano que la recibe para vivir de acuerdo a su Ley y no bajo criterios mundanos. El cambio de dinamismo vital separa al ser humano del campo para relacionarse con aquellos que son como él. De modo que Pentecostés tiene un primer significado: el ser humano arrancado de las actividades de la vida cotidiana para relacionarse con aquellos que comparten y hacen explícito su ser desde una moralidad vitalizante.
La solemnidad de Pentecostés en el mundo cristiano retoma dicho significado y lo trasciende (Hch 2, 1-13). La comunidad se hallaba reunida a puerta cerrada; previamente el puesto de Judas Iscariote había sido restaurado y su lugar ocupado por Matías (Hch 1, 12-26). De modo que se pretendía una restauración de las actividades que Jesús hacía durante su ministerio público pero con la centralidad y protagonismo de la etnia judía como heredera de las promesas de Dios, sopesando la universalidad de la salvación. Era, pues, una restauración del pasado, no proyección hacia el futuro. Es entonces que el Espíritu desciende entre estruendos celestes y lenguas de fuego, signos de ruptura, de discontinuidad; los cimientos sobre los cuales se pretende construir la naciente comunidad cristiana son cuestionados, purificados. Ya no podrá haber continuidad entre el proyecto cristiano y el judaizante.
La ruptura plena, no pedida ni deseada pero si dada y exigida, la realiza la primitiva comunidad trascendida por la presencia del Espíritu que ya no hará lo mismo que Jesús en cuanto a su materialidad sino en cuanto a su sentido profundo de re-creación del ser humano y de las estructuras en que vive y se desarrolla. El pueblo elegido ya no solo será el resto fiel de Israel sino todo aquél que lleve a la praxis de la vida diaria, con convicción, perseverancia y valentía, las palabras de Jesús: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros.” (Jn 13, 34-35)
Esta escandalosa propuesta de amor de Jesús –en cuanto entrega de sí al ser humano, como individuo y género– hecha desde la cruz (Jn 19, 30) queda explicitada en Pentecostés: La praxis del la posibilidad del amor en cuanto entrega total. No de un individuo sino de una sola persona presente en la Comunidad.