La participación de las mujeres en la vida de la Iglesia representa la proporción mayoritaria, tanto en la audiencia de la misa, como la recepción de los sacramentos y, especialmente, dada su vinculación a todos los movimientos, servicios y grupos eclesiales.
Este hecho ha merecido -desafortunadamente- que se considere que la religión «es cosa de mujeres» y que, dada la desbandada de los jóvenes, los templos se queden apenas «con las viejitas».
Reflexionando sobre ello, podemos decir que este efecto era una consecuencia lógica del lugar que se asignaba tradicionalmente a la mujer en la esfera doméstica. Entonces, lo religiosos quedaba vinculado con la esfera doméstica y por lo tanto le era natural a la mujer.
Dado que se ha mostrado que la mujer ocupa y merece ocupar posiciones en la vida pública también y que la división tradicional entre lo público y lo privado no debe ser vista como un territorio genericamente confinado, por lo cual, por ejemplo, los varones queden excluidos de sus responsabilidades domésticas, en consecuencia esto repercute en el tipo de participación que se espera que tengan las mujeres también en la vida de la Iglesia.
Vale la pena decir (me parece) que -como consecuencia de la libertad de religión como derecho humano- se tiene que reconocer plenamente que la vida de fe y la vida religiosa son parte tanto de la vida pública como de la vida privada y que por lo tanto, la participación en la Iglesia tiene que ser vista y tratada como una dimensión de protagonismo para la mujer.
En consecuencia, más allá de las actuales funciones que por buena voluntad ocupan las mujeres, ya sea por propia elección o concesión de otros, el hecho es que se tiene que adoptar una forma de incorporar la participación de las mujeres como un asunto de «empoderamiento» también y de vivencia efectiva del concepto de Dignidad de la Mujer. Las mujeres del siglo XXI tienen expectativas y experiencias mucho más complejas y ambiciosas que sus madres y abuelas, en consecuencia, la Iglesia tiene que ofrecer de manera creíble y efectiva espacios de protagonismo y desarrollo personal. Todo esto ocurre ya, cotidianamente, en todo tipo de parroquias y diócesis, pero al mismo tiempo es una meta lejana en otros sectores y lugares.
Pocas, si no es que ninguna institución como la Iglesia Católica, tiene tanta responsabilidad y posibilidad efectiva de ayudar a las mujeres, especialmente a las más pobres y sencillas, a descubrir la importancia de su dignidad, de generar autorespeto y promover el respeto hacia ellas y, por fin, ofrecer espacios de crecimiento y desarrollo personal en todas sus dimensiones: intelectuales, materiales, sociales, culturales y espirituales.
Un puñado de ideas para reflexionar y comentar y articular nuevas ofertas pastorales para la mujer.
J esús S errano
8 marzo 2012