La ciudad vive en tiempo de adviento, ella siempre está esperando la llegada de alguien a sus calles, sus plazas, sus edificios, sus casas.
La ciudad vive en camino de certeza que Dios vive en ella y que son muchos los que se dirigen a la meta,”llegar” a la casa.
No se viste de violeta, ni prende cuatro velas en corona.Sus pobres viven el ayuno de la indigencia permanente, más de cuatro semanas en el año.
Hay quienes le han quitado la alegría de preparar el camino (Is.2,1-5) recibiendo a los que vienen de todas partes (Mt 8,5-11) , orando desde el ajetreo citadino que no responde a los cánones de otros siglos diferentes a este; buscando y esperando las promesas dadas de felicidad de Dios que habla y se expresa en otros lenguajes.
No tiene templos, ni su espera responde a liturgias formuladas.
Es Adviento en mi ciudad, el ánimo se exalta cada día , se piden la fuerzas al Padre-Dios, que en ella vive, aunque se esté cansado.
La presencia de Dios en la ciudad ya ha comenzado y Él ya está presente de una manera oculta; esa presencia de Dios que acaba de comenzar, aún no es total, sino que está en proceso de crecimiento y maduración
Si bien, el advenimiento de la Navidad es lo que acontece, la expectación del nacimiento de Jesús se vive como algo íntimo, donde el Señor entra a nuestra casa y despierta la conciencia de nuestra dignidad de hijos suyos.
La ciudad, mi ciudad, no tiene tiempo ordinario, si de mártires urbanos anónimos.
Entonces, vuelve mi ciudad a la espera del prójimo, en quien viene Dios escondido, siempre hay un lugar para uno más, nuevos pobres pesebres, para quienes no quieren ser recibidos, los olvidados, los invisibles, los silenciados, los sin voz, los sin techos, los que lloran, los que sufren; el Padre Dios que vive en ella los espera para amarlos, escuchando la súplica:“Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
Alina