Jesucristo amó tanto a la Ciudad

«Al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró» Lucas 19,41


Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el
desprecio a Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio
de si mismo, la ciudad del cielo. La una se glorifica a sí misma, la otra
se glorifica en el Señor. Una busca la gloria que viene de los hombres (Jn
5,444), la otra tiene su gloria en Dios, testigo de su conciencia. Una,
hinchada de vana gloria, levanta la cabeza, la otra dice a su Dios: «Tú
eres mi gloria, me haces salir vencedor…» (cf Sal 3,4) En una, los
príncipes son dominados por la pasión de dominar sobre los hombres y sobre
las naciones conquistadas, en la otra todos son servidores del prójimo en
la caridad, los jefes velando por el bien de sus subordinados y éstos
obedeciéndoles. La primera, en la persona de los poderosos, se admira de su
propia fuerza, la otra dice a su Dios: «Te amo, Señor, tú eres mi
fortaleza.» (Sal 17,2) En la primera, los sabios llevan una vida
mundana, no buscando más que las satisfacciones del cuerpo o del espíritu o
las dos a la vez: «…habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado, ni
le han dado gracias, sino que han puesto sus pensamientos en cosas sin
valor y se ha oscurecido su insensato corazón…han cambiado la verdad de
Dios por la mentira.» (cf Rm 1,21-25) En la ciudad de Dios, en cambio, toda
la sabiduría del hombre se encuentra en la piedad que da culto al verdadero
Dios, un culto legítimo y que espera como recompensa, en la comunión de los
santos, no solamente de los hombres sino también de los ángeles, «que Dios
sea todo en todos.» (1Cor 15,28) .

San Agustín (354-430) obispo de Hipona, doctor de la Iglesia
La Ciudad de Dios 14,28

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